martes, 22 de abril de 2014

LA TRUCHERA Y SU AYUDANTE EL TURCO Por: MARIANO MARIN Doña María de los Santos, vivía en un cuarto oscuro en un barrio cercano al mercado, lleno de chunches, cuchitriles y timbiriches. En un alambre colgaba del techo una jaula con chocoyos, carpinteros y viudas. Una pequeña entrada hacia de sala y dormitorio de El Turco. Un joven de edad y origen desconocidos, que le ayudaba en los quehaceres, y en la trucha, o venta del mercado municipal. Doña María de los Santos, se levantaba temprano a la pulpería de la esquina, con un tarro ahumado para traer leche y café negro. En una cocina de barro encendía el fuego con tucos de leña y soplaba humo hasta que hirviera la leche con el café. Arrugaba los ojos que ya casi sin brillo se iban apagando poco a poco. Sobre un taburete estaba una gran canasta llena de las cosas que vendía, cubierta con un bramante, encima roncaba plácidamente un gato negro. Compartía el café con leche, una pieza de pan simple y queso seco, con El Turco, luego salían con la canasta y jaulas, para la calle del mercado hasta llegar a la trucha, donde pasaba el resto del día. En el tramo vendía su mercancía. Joaquín, como le decía ella y los mercaderes, porque no sabían decir su nombre, contó borracho un día, en la cantina de la Canducha, era hijo de un tintorero de Turquestán, en Merv, una fatigosa ciudad, nacido en medio de telas y tintes, viendo a lo lejos los viñedos y jardines vecinos al desierto. Donde el medio día es blanco sin nubes ni sombras. Su padre lo entrenó en el oficio del teñido, tratamiento y a veces tejido de las telas que vendían. Era un arte de falsarios, inconstantes e impíos. Ahora en la parte trasera del tramo del mercado de doña María de los Santos, ejercía el mismo oficio en silencio y dedicación. Nunca contó lo sucedido en la casa de su padre, cuando un hombre que después de purificarse y rezar en la entrada de su casa, con un alfanje había cortado la cabeza de su padre y la había llevado al cielo. Él, desde un rincón de la casa se quedó quieto. Hasta no escuchar palabra ni ruido ni pasos ni el trotar del caballo del desconocido. Destruyó todo y se fue. En el año 1146 de la Hégira, Hakim de Merv, o Joaquín, como le decían aquí, desapareció de su patria. Encontraron destruidas las cubas de inmersión, las calderas, un alfanje de Shiraz y un espejo de bronce. Siglos después, vino a dar a esta ciudad de Granada en un transporte de esclavos tomados de la casa de Boadib, el último Sultán, de Córdoba, y traídos a América por un hermano de Colón El Almirante. En otro rincón de su pieza comercial, María De Los Santos, tenía Pelo de Maíz, Cascaras de Jiñocuabo, Cascaras de Guapinol, Llantén, y de Jabillo, Flor del Sauco, Ojo de Buey, Ruda, Cruces de Caravaca, que el dibujo popular había convertido en garoglífico indistinguible, anillos de acero contra los hechizos, la Oración del Puro, la de los Siete Evangelios, la del Carpintero Copete Rojo, la del Gato Negro, y otras miles de pequeñas cosas y menjunjes, porque la María de los Santos encorvada, arrugada era un retrato de misterio, era medio bruja, o bruja y medio. De la Dipsas de Oviedo la vieja truchera ella era una digna descendiente. Al morir ella, hasta hoy, Joaquín siguió tiñendo telas y vendiendo los remedios de Doña María de los Santos.

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