martes, 22 de abril de 2014

EL ESPECTRO DEL PARQUE

EL ESPECTRO DEL PARQUE Por: MARIANO MARIN Antonio Castro no era mi verdadero nombre. Había nacido en Sídney como Arthur Osborn. La familia de mi madre nunca me acepto por ser hijo de un capataz maorí, cuidador de la granja y sus animales, gallinas, ovejas, plantas flores…, me inscribieron en la alcaldía de un pueblo cercano, Wappinng. Para que mi madre, Lady Fox, destinada a casarse con un magnate austriaco, no tuviera mancha en su linaje, me mandaron en un barco de esclavos a Brasil. El camino fue tortuoso, la mar embravecida y las corrientes empujaron el barco hasta encallar en los cayos frente a Nicaragua. Por un tiempo, sobrevivimos alimentandonos de las raciones que venían en el barco y de la pesca. Antonio, con otros esclavos, decidió salir de ese lejano lugar y se echaron a la mar en una balsa improvisada. Antonio era burdo pero muy valiente, hablaba a veces en un lenguaje raro mezcla de español, inglés y maorí. Lograron llegar a las costas de lo que hoy es San Juan del Norte, en el delta del rio. Allí acamparon. Encontraron un animal que parecía vaca, pero vivía entre el mar y las lagunas cercanas. De largo, parecía mujer dando de amamantar. Lo cazaron, y vieron que su carne era suave y sus cueros fáciles de trabajar. Hicieron para sí trajes de su cuero y las telas de las velas de restos encontrados del encallado barco. Decidieron subir el rio hasta llegar a encontrarse un gran lago. Casi nadie transitaba en ese entonces esas zonas. Una barcaza de carga los trajo a Granada, algunos se quedaron como estibadores de los barcos. En la memoria de Antonio se vino el recuerdo de su ciudad natal. En el muelle, un señor, Don Nachito que estaba pescando, que ya era mayor, le acogió, y se lo llevo a vivir a su casita en el barrio de Cuiscoma. Le enseño a lustrar, le ayudó con sus primeros equipos, para ubicarlo en el Parque Central a trabajar el delicado oficio de dar limpieza y brillo a los zapatos de los granadinos. Llegaba muy temprano por la mañana. Se ubicaba en el costado Este del parque, a la orilla de la Plaza De La Independencia. Lustraba silbando. Quitaba primero el polvo. Luego aplicaba la tinta. La secaba. Aplica la segunda mano. Y después el betún. Con el cepillo de cerdas cola de caballo primero, y una franela después, sacaba soles de las punteras de cada zapato, que convertía en monedas para su sustento. Por muchos años pasó en ese punto esquinero. Un día enfermó, y ya muerto su tutor, solo, se consumió en la sombra de su cuarto del barrio cercano al mercado municipal. El dos de abril de 1951 su cuerpo dejó de respirar. Cuentan los otro lustradores que su sitio aún nadie lo ocupa, porque a veces al atardecer, en medio de la puesta del sol y la noche, lo ven llegar a esperar a sus antiguos clientes.

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