martes, 27 de marzo de 2012

la efimera vida del misionero y su amor terrenal

LA EFIMERA VIDA DEL MISIONERO Y SU AMOR TERRENAL

En la iglesia de La Merced de la antigua ciudad de Granada, Monseñor Francisco García y Castillo celebraba el ritual de la misa, con un pañuelo en la manga de la sotana debajo del Alba, lo sacaba para secarse el sudor de la frente. Todo católico devoto de la ciudad, estaba en esa misa. Las monjitas del hospicio se esmeraban en timbrar sus mejores voces para elevarlas en homenaje a la queridísima madre de Cristo Jesús. En la primera fila de las bancas de la nave principal, la familia del Duque de Cretêil, siempre muy entregada en los días conmemorativos a la Semana Mayor. La nieta del Duque, Lucrecia, bella, más de lo que sus padres imaginaron. En sus quince años recién cumplidos, se había convertido en la más linda flor de la ciudad. Todos los jóvenes solteros de su generación y aun mayores, incluso los viejos rabo verde de la alta sociedad granadina, se disputaban al menos de una leve sonrisa de Lucrecia. En sus pocos años se había convertido en una esbelta y simétrica belleza de mujer. Su bello rostro no era angelical, sino más bien virginal. Era un resplandeciente día venusino. En la parte trasera de la nave mayor, arrodillado en un reclinatorio, vestido con el hábito del mínimo y dulce Francisco de Asís, el joven misionero Armando Dávila, rezaba en silencio. Tenía en sus manos un breviario de los típicos de la orden empastados en cuero. Para él en ese momento era imposible ver a la joven y bella nieta del Duque. Estaba más interesado en seguir el rito, paso a paso, de lo que describía su libro. Había llegado hacia unos días a la ciudad. Venía de unos esos viajes por misiones en África y Asia. Con lo que ganaría indulgencia para entrar al reino de los cielos. Decían en el convento que su presencia, juventud y su inteligencia, especialmente, les daba a los demás frailes respeto y devoción. Hablaba idiomas que jamás supieran de su existencia: Ewe, Chi, Igbo, Pidgin. Aparte de los más conocidos como el Myanmar, Shona, Xhosa, y Sepedi. Y eso que a él personalmente no le gustaba impresionar con los clásicos: Latín, Griego, Francés, Ingles, Arabe, Coreano, Yoruba, Serbio y Macedonio.

A su regreso a Nicaragua se le ubico en la casa de la comunidad franciscana. En la parte trasera del convento de San Francisco. Todo su mundo estaba dedicado a ser el mejor y más beato de los monjes de la orden. Venía de un origen burgués. Su madre los había abandonado para seguir los pasos de un maderero de la región de Chontales, cosa que la sociedad granadina no perdonaría jamás y los condenaría al ostracismo. Sin más amigos y sin ninguna persona a quien tratar, María Morales, madre de Armando, se fue a vivir a las afueras de la carretera de Malacatoya y El Paso. Todos los amigos de William Vega, su marido, se fueron y se alejaron de ella. Solo Monseñor García y Castillo, como su confesor y amigo le daba la satisfacción de ser escuchada por alguien. Aquella mañana, brillante y soleada. Trasluciéndose por los vitrales italianos traídos por los mercedarios, iluminaban al Jesús de las Jimenitas. A la imagen de la Dolorosa, tallada en alabastro y con su corazón atravesado por puñales de fuego y plata. Las gotas de lágrimas cristalinas bajando sobre sus mejillas, transportaban el sentimiento de madre de su hijo crucificado. Después de la misa, la procesión debía salir a recorrer las calles del entorno del centro histórico de la ciudad. Salir a la Calle Real. Caminar hasta el Parque Colón. Dar la vuelta en la Plazoleta de los Leones. Hasta llegar a la esquina de las monjas salesianas de María Auxiliadora. Para doblar a la izquierda y llegar hasta el Cuerpo de Bomberos. Salir a la Calle de la Libertad hasta el puente del Kin By o de La Islita, uno de los puentes más antiguos de la ciudad, donde “La Miryam” un agraciado joven tenía una fritanguería. Para de nuevo coger a la izquierda para regresando por los Muros de Fernando VII, en la Calle Real, y en la Esquina del Triangulo de las Bermúdez se detenía la procesión y se rezaba una plegaria. Bajo aquel inclemente sol, Lucrecia, cometería el asesinato de conocer a Armando, como novela de Camus; que con su nombre de opera verdiana sincronizarían con el drama que viviría la ciudad en aquel tórrido romance y sórdido verano. La cruel historia de amor sería parte de las celebraciones de Semana Santa de Granada, si es que se le puede llamar “celebración” a la muerte del mesías cristiano.

Las jaculatorias rezadas por Armando no eran tan poderosas como los ojos que encontró en la salida de la iglesia. El brillo y resplandor de los cuchillos de La Dolorosa, se confundieron con los ojos de Lucrecia. Primera de las heridas que recibió el corazón de la bella nieta del Duque, al no poder resistir la mirada limpia y clara y transparente, como el aguardiente fabricado por Félix D. Torres, que le asesto Armando, El Misionero. Sus pupilas se dilataron solo un mínimo momento para decir: te amo, y el silencio de sus labios no impidió la jaculatoria. Ni siquiera el hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo, que Armando expreso en su sordo Om!! Cristiano. Nadie vio el cambio de color y las gotas de sudor de su frente; ni el de ella, que tuvo que sacar de pequeña bolsita tejida, el pañuelo de lino blanco bordado en minardí, hecho donde Doña Chepita España, para enjugar su rostro empalidecido y sudoroso. Sus manos limpias y claras como gardenias, reflejaron el amarillo cadmio de las paredes de las casa vecinas. Hasta la casulla, la estola y el amito, dorado y purpura del padre García, como le decía la gente de Granada, se llenó de luz. Mas los iris y corneas de Armando y Lucrecia encontraron su luz propia. Solo sus corazones tenían la sensibilidad de interpretar los nuevos temblores de sus almas. Ni los amantes de Verona, podrían tener aquel exabrupto, de aquella tarde del viernes de la semana anterior a la mayor, según el calendario gregoriano. Nada existía a su alrededor. Ni las notas tristes de los canticos de las monjitas del hospicio. Ni las nubes de papelillo fino, tirados sobre sus cabezas por los chavalos que se divertía con esa travesura; ni los empujones violentos de la muchedumbre interrumpieron las flechas incisivas de sus miradas que entraron en sus jóvenes corazones. Nadie se entero de lo que pasaba entre los jóvenes a excepción del Duque de Cretêil. Eran muchos años de vida, guerras, muerte, y conocimiento del género humano para dejar pasar por un lado aquellas miradas que entraban también en su corazón. A él también le había pasado lo mismo en su muy amada Beziers de la France de sus recuerdos, muchos años atrás. La iglesia era como esta, pero más antigua.

Allí los albigense se encontraron a muerte contra los cataros. Hasta incendiar la iglesia con todos ellos dentro. Pensó podía pasar los mismo, en el interior de los jóvenes corazones enamorados a primera vista. Los sentimientos del Duque se regresaron a sus años mozos. Vio en la mirada de su nieta la misma sensación de la su amada. Aquella linda y trigueña, italianita. Inteligente y rebelde. Descendiente de los dueños de los viñedos Antinori. Era como su nieta. Más aun, igual a ella. Se preocupo y decidió intervenir. Sabía que si no lo hacía, el llanto, y las penas llenarían más su alma, y de su familia ya ni digamos. Pero el destino era uno. Lo que hiciera no podría evitar el amor. El breviario de Armando se cerró. Y durante mucho tiempo no se volvería a abrir. En su mente y su alma se fijo la imagen de Lucrecia. La dolorosa se fue disolviendo en noventa y ocho cuadros por segundo. La multitud se abalanzó en su afanosa marcha, y no dejo pie sin pisar. El incensario se balanceo y todo el humo del mundo entró en sus asmáticos y débiles pulmones y no pudieron resistir más. El asma, adquirida por las muchas pulmonías y bronquitis del áfrica austral, se volcó en un acceso de tos terrible y lo obligo a buscar un poco de aire limpio mas afuera del atrio de la iglesia. En los siguientes segundos, Armando perdió todo contacto con la realidad de su entorno. Al recobrar el conocimiento, se encontraba en la clínica del Dr. Sergio Ordoñez que le aplicaba directo a sus pulmones un golpe de isoprenalina con una mascarilla artesanal de su propia invención. El efecto del medicamento le relajó y le dejo en un sopor hasta las horas del mediodía. Para Lucrecia, ver aquel espectáculo, de un hombre llevado en hombros, le dio un gran impresión y su corazón que padecía de un leve arritmia aguda sufrió un momentáneo sincope. Herencia de su madre que también, había fallecido del mismo problema. Su abuelo se dio cuenta inmediatamente. La tomo en sus enormes brazos. Y con la fuerza de un oso de las estepas la saco en medio del gentío hacia la berlina Brougham, que tenía siempre en un parqueo sur cerca de la iglesia.

En su nebulosa inconsciencia Lucrecia se izo un poco buscando algo que su abuelo sabía. El asmático misionero. Pasaron varios minutos antes de recuperarse. Y tener su ritmo normal fue hasta el momento que le inyectaron el nermotensor clorhidrato de oxifenil-etilaminoetano. Además, claro está, de volver a ver “aquellos ojos verdes, de mirada serena, en cuyas quietas aguas un día se miró”. Para Armando no fue tan fácil encontrarse en esta situación. Toda su vida en función de de la religión. De la búsqueda de Dios y su Justicia. Ahora era totalmente injusto encontrarse en una encrucijada tan difícil de resolver. Era su salvación en la paz del Señor, o la salvación en la paz de los brazos de Lucrecia. En la paz de aquellos brazos de esa linda y preciosa virgen dolorosa de carne y hueso como tallada por Tililín Mayorga. Ella, igual que él, no sabía ni sus nombres ni quiénes eran. Sus nombres les eran totalmente desconocidos. Pero en Granada no era algo difícil de averiguar. En menos de lo que canta un gallo, cualquiera de las beatas y alcahuetas de las iglesias o del barrio les dirían. A ella solo le basto preguntarle a su nana por: “¿Aquel padrecito tan lindo y delicado de los ojos de otro color?”.
Todo pasaba normalmente en la semana mayor. Los huertos de palma de coco, construidos en los atrios de las distintas iglesias de la ciudad ofrecían a los feligreses sus viandas y frutas. Maduros pasados, flores de corozo, antorchas, veladoras de colores y ceras perfumadas, guirnaldas de flores de Sacuanjoche, aserrín de color para adornar los santos altares callejeros. En el interior de las iglesias, los demás santos se conformaban con quedarse quietos y tapados con túnicas purpuras, algunas ya desteñidas por el tiempo. El jueves santo a la hora de la lavada de los pies y antes de las siete palabras, el padre Dávila, se disponía a vestir sus hábitos rituales para ayudar al Señor Obispo, Marcos López y Suarez, en la capilla de la sacristía en la nave derecha de la catedral. El mismo Obispo había pedido le sirviera de asistente, para ver si era cierto lo que decían de su humildad y fervor. No le hacía buena espina el curita este venido de las misiones y que le estaba robando el cariño de los feligreses, hasta de sus monaguillos.
Y lo que era peor, las limosnas, se estaba yendo al convento de “los frailes de ese horroroso balandrán café”. Y que querían irse al cielo por la vía más expedita: Sirviendo a los pobres. “Cuando todos sabían que era mediante la compra de las indulgencia al obispado a diez, o veinte, o cincuenta córdobas, o cheque normal o travels cheks, que se podía llegar al cielo”. “Pero algún error va cometer, y va ver este curita baboso. Job me dará paciencia”. Dijo el obispo entrando a la sacristía. Armando estaba empezando a repasar la liturgia del día. Era como ir a un examen. Lo había hecho mil veces pero sabía que el Sr. Obispo, tenía la muy clara intención de ponerlo a prueba. Todo estaba en orden. Los hábitos preparados en orden secuencial de interior a exterior. El Obispo se reclino en oración antes de vestirse. El silencio en el ambiente era muy pesado. Armando le empezó a poner uno por uno los hábitos. En términos latinos se entregaban y en términos latinos se recibían. Hasta quedar vestido completamente ceremonial. Los otros monaguillos escuchaban en silencio y veían los movimientos de los sacerdotes sin musticar palabras. En el fondo se escuchaban los coros de las promesantes y feligreses cuando se detenían en cada pilar de la catedral frente a los 14 iconos de la viasacra. Muy perceptiblemente se acercaron unos tacones de mujer, probablemente de tamaño número siete. Hasta la puerta de la sacristía. Donde se detuvieron. Y se volvió hacer el silencio. “Estamos listos”, dijo el Obispo. “Si Señor Obispo, podemos salir”, dijo Armando. En el umbral de la entrada a la sacristía, vestida de negro absoluto contrastando con su blancura marmolea, y una mantilla bordada del más puro estilo sevillano, de pie se encontraba Lucrecia. Su dulce voz distrajo al Obispo, que se volvió como un autómata. Y por primera vez se dibujo una sonrisa en su rostro de piedra. Todo su cuerpo se relajó. Y se torno un gatito faldero y ronroneador. El servilismo ante el poder de la riqueza se imponía una vez más sobre el poder de la iglesia. Pero para Armando fue peor. Su firmeza y seguridad se vinieron debajo de un solo golpe. El nerviosismo y la incomodidad salieron a flote.

Lucrecia que tampoco se imaginaba que Armando estuviera allí, cayó en un estado de nervios más grande que Armando. La voz del Señor Obispo se escucho lejana. Armando abrió sus manos, y de tajo se dejo venir a suelo el misal sagrado del Señor Obispo. El sonido de la caída de los objetos porque también los monaguillos dejaron caer la pana y platina del lavatorio, se aumentó con la reverberación de la cóncava nave. Un grito apagado de Lucrecia, regreso a la realidad al Obispo y Armando. La demanda de ¡¡Cuidado!! Del Obispo puso en atención a los monaguillos y al mismo Armando. La sonrisa a flor de labios se hizo presente de nuevo. Lucrecia entonces le solicito a petición de su abuelo que llegara “después a la casa, para una comida de tortuga” al mejor estilo de la casa de Cretêil, típica de la Semana Mayor. Esta invitación la podía ampliar “al padre Armando si gustaba acompañarle”, dijo la nieta del Duque. El Obispo, aunque no le gustaba la idea, le pareció horrible despreciar el plato mas afamado de la casa del Duque. Aunque fuera con “el curita este, metiche, que no sé a qué horas se me antojo decirle me ayudara”. El entusiasmo de la comida le hizo olvidar el incidente. El motivo para deshacerse del franciscano, lo acababa de perder por un plato de tortuga, como Jacob con Esaú, por uno de lentejas.
Esa tarde, después de las liturgias, los dos sacerdotes se dirigieron a la casa del Duque. Que quedaba en la esquina sur de la catedral. La alegría de Armando era indescriptible. La de Lucrecia más aun. Pero era una alegría extraña. El miedo de Armando que se notara su interés en Lucrecia y viceversa, era un punto a favor de la incertidumbre. No podía ser que después de tantos años dedicados a la virtud de servir al Señor, y a su prójimo, se volcaran en una pasión desmedida y pagana. No estaba en los textos que le habían enseñado en el seminario franciscano de Puebla. No había aprendido eso en la universidad de Lovaina, ni en la Pio Latino en Roma. Lo busco en su memoria privilegiada, “file by file”, y no lo encontró. La palabra Amor estaba ligada a Dios, la Virgen, o Jesús y su iglesia. Y pasión era la de Cristo camino del calvario. No la que sentía por Lucrecia.

La tortuga fue una tortura. Tomar el café en el corredor de la casa del Duque, con su jardín lleno de Jazmines de Arabia y de Castilla, los cantos de los canarios en su dorada jaula traída de Francia, se volvieron un tormento. Pero Armando no sabía que Lucrecia estaba por segundos de sufrir una taquicardia. Algo que a él, le daría casi inmediatamente, un ataque de asma bronquial tremendo. Probablemente le echarían la culpa al polen de las flores, o la grasa de la tortuga, o por ultimo al café con cardamomo. A todo, menos al Amor. Ni siquiera el Señor Obispo que se encontraba en plena faena de comerse unos deliciosos pastelitos de cerdo, bañados en azúcar morena, hechos por Doña Teresita de “El Faisán” de la Calle Real, que le había hecho especialmente para su pecado de gula. Único pecado que tenía, según sus propias palabras. Tampoco él se dio cuenta. La discreción de cada uno de los enamorados era cada vez menos efectiva y más obvia. La primera en notarlo fue la nana. Que al pasar el plato de galletitas de mantequilla lavada para acompañar el café, vio la mirada de Armando dirigida a las piernas cruzadas de Lucrecia que, displicentes, se mostraban hasta el principio del muslo. Los ojos de Armando no pudieron evitarlo. Se fueron en busca de las profundidades veladas por la decencia. Un leve sonido de “Hum” de parte de la nana, y Armando se encontró con sus ojos inquisidores. Pero la nana era una de las grandes admiradoras del padrecito misionero. Volvió su mirada a Lucrecia y la vio libidinosa. Y se volteo donde Armando y lo vio con ojos de chiv’orcado. El sobresalto de Armando produjo el tirar el café sobre el mantel bordado por la Victorita Pérez, célebre manufacturista de la ciudad para las casas elegantes. Todos se pusieron tan nerviosos que además del café se chorreo el azúcar, se deslizaron los pasteles y las galletitas, las cucharitas y las bandejas de sylverplate. El duque se puso tan nervioso como la nana y los jóvenes enamorados. Solo el Señor Obispo, en un gesto mecánico más que pensado, tomo los pocos pasteles que quedaron en la mesa y los engullo rápidamente.

Entonces vino la tos asmática de Armando y el desmayo de Lucrecia casi al mismo instante. El pandemónium volvió a la casa una sala psiquiátrica. Y el almuerzo tan pulcro y digno, se convirtió en un infierno de sales aromáticas y alcohol alcanforado que en un tris tras trajo el Dr. Carvallo, que vivía a dos casas del Duque. De su maletín de cuero de lagarto negro, que cargaba siempre, el Dr. Carvallo sacó las medicinas que ya sabía debía utilizar con Lucrecia. Y en pocos momentos ella se recuperaba en el chaislonge de su aposento. No fue así con el curita misionero. Sin medicamento y la mascarilla resucitadora del Dr. Ordoñez, el pobre Dr. Carvallo se limitaba a darle respiración boca a boca, en los corredores de la casa del Duque. En la casa, los empleados se trasmitían con rapidez los sucesos de casa a casa. En la casa de enfrente residía temporalmente el Barón Dieter Von Khandaden, casado con Madame Camile Fox Yale, especial dama de la sociedad granadina. Ella era el monitor numero uno de las noticias del barrio. Se hicieron las averiguaciones de rigor por Madame Fox. Se inclino por la cantidad de especies y condimentos en la tortuga, que ella era una especialista en ese plato, particularmente. “O tal vez fue intencional”, pensó. Desconociendo, para su desgracia de informante local, del nido de oropéndolas del amor entre el Misionero y Lucrecia. Aunque el proceso fue más lento en recuperarse. El padrecito, en medio de delirios, y hablando en lenguas aparecidas de pronto en su boca. Como el sideral-español, invento teatral del Dr. Servio Miranda, recobro el conocimiento. Un té de manzanilla traída del río San Juan, termino de ayudar a su estabilización. El señor Obispo se había marchado cuando se despertó el curita. El duque le pidió que se quedara, mientras se recuperaba totalmente. Pero Armando no quiso y denegó su petición, alegando la cercanía de los últimos ritos de la Semana Mayor. Y además no quería causar molestia alguna. Una vez más el Duque le pidió se quedara a descansar hasta el día siguiente y así el doctor podría verlo más tarde, cuando llegara a darle un revisión profiláctica a Lucrecia. Esta idea le abrió los sentidos a Armando. Pero el miedo que detectara su amor por la Lucrecia le impidió aceptar.

Toda la noche se arrepentiría de esa decisión. Por su parte Lucrecia estaba somnolienta de tantos medicamentos. Por la mañana se encontró que la nana estaba preocupada, pues en el sueño, por la noche nombro a Armando varias veces. El padre Armando pensó esa mañana que al fin y al cabo, era mejor lo que había hecho, pues su relación le podía traer muchos problemas en la curia obispal. “Era mejor, era mejor dejarlo así”, pensaba.
Para esos días había llegado a la ciudad un pianista catalán, Don Jorge Catalá. Casado en segundas nupcias con Doña Lolita Marín. El domingo por la noche daría un concierto en el paraninfo de la Universidad De Oriente Y Medio Día. En el edificio del antiguo convento franciscano, junto a la iglesia de la misma Orden. Buena oportunidad para salir de la rutina de esos calurosos días y despejarse un poco. A Lucrecia le veía muy bien ir al concierto para distraerse un poco de todos los ajetreos de esos últimos días. Y claro podría ver a su amor en el concierto pues según averiguo la nana iría acompañado al señor Obispo. Todas las familias de renombre en la ciudad estaban invitadas. Uno de los mas interesados era Armando porque el también tocaba el piano y Chopin era una de sus debilidades musicales. El programa incluía a De Falla, Liszt, Debussy, Beethoven, Lecuona y del propio Catalá. De los invitados primeros en llegar fueron los Cretêil, e inmediatamente después los Von Kandhaden. En uso pocos minutos el local del paraninfo se fue llenando del resto de invitados. Los aromas de perfumes europeos se mezclaban en el ambiente. Todos los mejores ajuares salieron de sus roperos y se disputaban el estilo y marca de la haute coture de origen. Justos unos pocos minutos antes de dar comienzo el concierto, llego Armando con el Abad del convento y el Señor Obispo. Los otros frailes venían atrás en doble fila india, escoltándolos. El Abad del Convento para ese tiempo era Guillaume de Baskerville, creador de la letra del mismo nombre en los linotipos de la época. Había llegado a principios del año, para una investigación del envenenamiento de unos frailes en el monasterio de La Merced donde los frailes dominicos de la ciudad de León.

Acaecidos de manera, similar a los casos de Europa en el Piamonte. Resueltos los crímenes, muertos los muertos, y condenados los condenados, les pidió a sus superiores de irse a Nicaragua a trabajar en la linotipia del convento para editar sus casos y darles una publicación digna. Y a trabajar en la construcción de un museo con las cerámicas y estatuaria pre colombina de la cuenca del Gran Lago de Nicaragua, el lago Cocibolca. El de la Serpiente Emplumada. Armando se había ganado el aprecio del Abad y le pedía siempre lo acompañara en sus investigaciones. Todo porque le recordaba a un antiguo monaguillo de su padre que investigaba el envenenamiento de toda la familia dominica de la librería de ellos en el ya nombrado Piamonte. El Abad vio de pronto que Armando entro en estado de nervios. Y encontró el motivo. Un par de ojos grandes y verdes como laguna de la Costa Atlántica. Lucrecia estaba casi de frente a ellos. Enseguida giro la vista y encontró la cara de Armando, que asustado, bajo su rostro hacia el suelo. Y sin decir una palabra agarro una silla cercana y se la ofreció al Abad. Este sin darle importancia aparente, le agradeció y se sentó. Para el curita misionero el concierto se convirtió en tortura, en vez de placer, como el día del almuerzo. Toda la velada se fue al carajo al sentirse asediado y vigilado. Y también por lo desafinado del piano de Doña Teresita Pérez, que solícitamente ofreció el instrumento a Jorge Catalá. Además, de la pobre iluminación que tenía sobre las partituras el pobre Catalá. Y el calor canicular. Sofocante. Húmedo. Más uno que otro zancudo, típico de esta estación. Y de la calmura anterior a la salida de la luna llena. Le molestó el arreglo de Catalá de la Malagueña. Y el nocturno de Debussy. Nada le pareció más inoportuno en el programa que la Rapsodia Húngara de Liszt. Que el concierto No. 1, de Beethoven, estuviera seguido del Minueto del mismo Beethoven. Sentía los ojos de Lucrecia trepanándole el corazón o el hígado como se había enterado en una moderna clase de Psicología, era el órgano de la sensibilidad y el amor, según los griegos. Sin embargo él ya ni cuenta se dio.

Ni cuenta se dio tampoco de que el pobre pianista se abochornaba cada vez más, por las terribles teclas que estaban, algunas sin cuerda, y otras afinadas por la patas, diría el pianista, después del concierto. “Que yo le hubiera quitado el emblema en oro de Steinway, en la tapa, la vergüenza que mi hizo pasar, joder!!!”, dijo más tarde disculpándose, el pianista. Nadie se entero de la lividez de Armando en los últimos cinco minutos debússicos que duro el Claro De Luna. Tampoco nadie se dio cuenta de los larguísimos minutos de la Sonata en Re de la mallorquina etapa de Chopin. Nadie se enteró de la delgada línea de baba que salía de la boca de Lucrecia. Bajando sobre su vestido blanco de satín y chiffon, blanco como la nieve, blanco como el levógiro clorhidrato de eritrucyilium coca, traído del Perú, y que utilizaba Armando para sus terribles ataques de Asma Bronquial. Una blanca palidez,- al mejor estilo de Jimmy Caster Bunch, con saxo soprano y todo-, se vino al rostro de la bella Lucrecia. Y en un momento, de los acordes finales la “divina ilusión que se forjo y que no se realizo”, se quedo en un sueño. Su corazón no pudo más, su alma se desgarro, pues le faltaron “las caricias y los besos de su amor”. Y rogo, “Ven dulce bien. Dame la ilusión. De saber que al fin, de mi serás. Solo de mí. Mi único amor”. Después de esas palabras dichas aun en secreto, su boca se cerró. Los pulmones exhalaron su último su aliento con aroma de rosas, gracias a la tizana tomada antes del concierto. Y la baba no corrió más.
El lunes de Pascua el entierro se llevo a cabo por la mañana. Quizás la homilía de la Pascua alivia el dolor de Armando. Pensó el Abad Guillermo. Pero de nada sirvió San Pablo y demás evangelistas. En el sepelio, también el alma de Armando se desarrajo en un sofocante y fulminante ataque de asma. Ataque que no dejo llegar nunca el aire a los pulmones del misionero. Armando se logro levantar de las sillas ceremoniales del presbiterio y llego a la puerta principal del claustro franciscano. Salió corriendo con sus escuálidas fuerzas al atrio y allí se desplomo.

Cayó en las graderías hasta la calle rompiéndose el atlas, el axis y resto de semidioses griegos de su debilitada columna vertebral. Rodó hasta la acera de enfrente. Justo bajo el alero de la sala de la casa del escribano y cronista de la ciudad, Don Jaime de Avilés y Avilés. Allí quedo. Yerto. Tuerto. Puerto. Muerto. Todo el amor del mundo se fue en unos efímeros minutos de terrible dolor y desesperación. El Obispo López y Suarez se enteró de toda la tragedia por boca del sacristán. Sin emoción se compuso sus lentes en aro de oro y carey muy fino. “Pobre”, dijo: “Eso le pasó por franciscano”.
Justo Salablanca, el panteonero, estaba en su covacha del cementerio, cuando le llego la noticia. Y para hacer un último gesto de bondad para los jóvenes amantes, le solicito al Duque que la cripta de los Cretêil, le sirviera al joven misionero de morada final. El Duque acepto la propuesta de Justo, a quien conocía desde hacía mucho tiempo, ya que le cuidaba su sepulcro. Le ofreció al Abad Guillermo un espacio en su mausoleo. Y allí quedaron para la eternidad. Como Romeo y Julieta. Tristán e Isolda. Dos cuerpos y dos almas que se amaron intensamente, y al máximo, en un mínimo instante de sus vidas. Y su muerte.

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