CAPITULO XIII
José, el concierto, pocos días antes del accidente fatal que lo llevaría a las puertas del Hades, conoció a Isaac Ghittis, el día anterior a partir hacia sur América. A pesar de haber estado con él en pocos momentos, por razones indefinidas, se trabaron en una gran amistad. Le dejó de recuerdo una tela de lino, un poco raido, y le dijo que la guardara que nunca la usara, y que solo si un día, pero solo si un día, tenía gran necesidad, la vendiera. Que iba a ganar mucho más de lo que se imaginaba. También le dejo un pergamino con una formula extraña, en un lenguaje extraño. José lo guardo todo en una cajita de madera en su cuarto al fondo De La Casa De Los Leones. Dos días más tarde, paseando por la costa del lago y dando de abrevar a su macho, con el que hacia los mandados de Don Raimond D’Lopéz, se encontró a un hombre parecido a Isaac, y le llamo la atención. Era un poco extraño. Su facciones eran un poco suaves para ser hombre, y un poco recias para ser mujer. Tendría una edad no mayor de cuarenta años como Isaac y sus ojos eran profundos y tal vez tristes, pero fríos. En general sus líneas eran impersonales. Fácilmente se podía olvidar su rostro. Le conto que había llegado a la ciudad la noche anterior y que del cansancio se quedo dormido en la costa por una línea de arboles de mango antes del final del camino hacia las isletas. Le contó que venía de tierras lejanas. De un lugar, en medio de dos grandes ríos, cercano a un bellísimo bosque que ahora se especulaba fue el lugar donde, quizás, existió lo que conocemos hoy como “El Paraíso Terrenal”. Su padre había sido rey de una gran ciudad, una muy antigua ciudad. Tal vez en un momento pensó que así podría haber sido Granada.
Este hombre se quedo por invitación de José en su cuarto a pernoctar por tiempo indefinido, que era el tiempo que tenia para seguir su interminable viaje por el mundo. A José le recordaba mucho a Isaac. Llevaba un salbeque al hombro y caminaba con unas sandalias, que le contaba, eran el calzado de los sumerios. Según José, les contaba a sus amigos en las noches con Justo Salablanca, tenía el don de la ubicuidad. Les contó que su nombre, para poder decirlo en español, era Gilberto Gámez, pero que no se decía así, pero se parecía mucho. Era algo así como Gilgamé o Gamesh. Decía que por las tarde se ponía frente al lago y mira hacia el este. Hablaba o rezaba en un idioma desconocido e imposible para él de repetirlo. Eran como murmullos melodiosos. Algunas tardes, dicen gente que vivió en la Casa de los Leones, que en el patio trasero, se respira un perfume de sándalo o patchuli o jazmín, a las horas que el meditaba o rezaba. Don Raimond se recordó que un día, le solicito algo, y él como autómata, sin conocerlo, ni preguntarle nada, le obedeció como si fuera un rey. A José le hablaba de las batallas de Alejandro Magno. La voluptuosidad de Cleopatra. La avaricia, estrategia y glotonería libidinosa de Marco Antonio, que lo había llevado a la muerte. De la Biblioteca de Alejandría. El camino secreto a las cuevas de Salomón. La valentía de Solimán. La caída del imperio Bizanzantino. Los amoríos de la reina Isabel con un genoves-catalan, llamado Cristoforo Colombo que ayudado por un fraile, amigo de la reina, le entrego los mapas de Pirí Reis, comprados en la Calle de las Moscas en Constantinopla. Hoy Istambul. También decía que había sido amigo de un señor Vespucio, que era un pobre navegante que partió del Puerto de Livorno un día, y que nunca más se volvió a saber de él.
Hablaba de la Revolución Francesa, de la Comuna de París, de los Comuneros enviado a morir a Nueva Caledonia, como si hubiera sido parte integral de estos movimientos. Del manifiesto comunista de 1848, que era decía, un ensayo sociológico de un estudiante soñador de Weimar, de apellido Marx, financiado por un rico inglés, dueño de fábricas, llamado Federico Engels. Conoció Gregory Desinovich o Efinovish Petrov, (no recordaba muy bien), en San Petersburgo, y que le anuncio el nacimiento de una estrella roja en la cúpula del Kremlin, que iluminaria por sesenta y cinco años la plaza roja y parte del globo terráqueo. Dijo haber estado el 17 de Octubre en Moscú, en el nacimiento de dicha estrella. Habló de un día en la Alexanderplazt, en Berlín donde escucho a un austriaco "iluminado” de corta estatura, con pretensiones de Napoleón, que homenajeaba a la Cruz Gamada, o Esvástica, y prometía un nuevo orden que duraría mil años. Aseguró, no con mucho dolor, haber estado en la nave aérea que transportó a la primera prueba de fusión de las moléculas del radio-isotopo de hidrogeno. En un Agosto, sobre Hiroshima y luego en Nagasaki.
Y así pasó el tiempo, hasta que se embarcó en Marsella con un francés de apellido Gautier, en el yate de mediano calaje, de un Conde francés, Ferdinad D’ Valery, famoso play boy, músico y jugador. Tan jugador que perdió en el trayecto su propio yate, y que por una tormenta tuvieron que atracar en Bluefields, donde pasaron alegres noches de macumba, Calipso, candombe y ron. Días después, hablaron en la Calle Patterson, con un barbero, teósofo y francmasón, de origen granadino, Don Francisco Pérez Montano y fue entonces que se decidieron Gautier ir a las isla del Caribe, a conocer las mujeres y el ron de la Perla del Caribe. Borinquén. Y él a Granada.
José le enseño un día el pergamino que le dejara Isaac, y con gran asombro y detenimiento se quedo enfrascado leyendo aquel papel por varias horas. Mucho tiempo después, Gilberto, le pregunto a José si podía confiar en su amo. Este le dijo que aunque fuera un poco tacaño, como buen judío, le gustaba invertir en cosas nuevas e ingeniosas. Entonces le pidió que le organizara una cita para hablar del contenido de aquel documento. José le pidió a su amo la reunión y luego de explicarle algo de lo que pasaba le dijo que esa noche llegaba su suegro Don Luis D’Hassbani, y que le gustaría que estuviera presente. Con mucha alegría, José corrió donde Gilberto y quedaron para esa noche a las siete de verse en el segundo patio para que nadie los molestara. Gilberto empezó la charla con mucha parsimonia y seguridad. D’Lopéz, era casado con una hija de Hassbani, muy linda y que había ganado el galardón de Miss Nicaragua, uno de los primeros certámenes donde participaban bellas jovencitas y la ganadora iría a participar a Londres para el titulo de belleza a nivel mundial.
Gilberto Gámez conto que por muchos años los xipangueses como la familia Matsushita y los shibumis del norte de Xipango los Mazda, descendientes de SuKe Kurano Suke. [De quien Isaac, también, le había dejado, un buril de fina joyería que a su vez José, se lo regaló a Sovalbarro, un mecánico dental amigo íntimo de él]. Poseedores de una máquina infernal que podía estar en movimiento por mucho tiempo sin gastar combustible o casi nada. Un motor rotativo de tres módulos llamado por su creador Ito No Mazda: el RX3. Eran unos de los tantos buscadores de este documento que contenía la fórmula para un poderoso acumulador de energía.
El negocio del siglo estaba en sus manos. Con mucha discreción y sin alarde, Gilberto Gámez les contó que ese documento tenia la formula creadora de la energía del “Arca de la Alianza”. Ahora perdida por más de dos mil años. Ya se veían el par de judíos sefarditas haciendo los rótulos de los “Acumuladores Mercurio”, o “Baterías Hassbani”, como le llamaron mas tarde. D ‘Lopéz y D’Hassbani habían traído de Italia unas maquinas de desplazamiento individual, que podía movilizar a una persona a pedal, con poco esfuerzo. Que les había dado mucho dinero en su importación.
Pero esto, sería el mejor acontecimiento del siglo y no solo de este, sino de varios siglos. Lopéz y Hassbani no sabían que por mucho tiempo había estado la solución a sus ambiciosos planes de riqueza en su propia casa. Ellos grandes emprendedores consiguieron en Holanda un gas que un señor de apellido Phillips les vendió barato por ser también judío. Con energía eléctrica podía por las noches encenderse y brillar de una forma impresionante. EL cual serviría para los anuncios de los acumuladores. Años después Phillips se hizo millonario con la fábrica de bujías con el invento robado a Tomas A. Edison.
El primer anuncio y logo de la compañía, tenía un Mercurio con cara de santo jesuita hermafrodita. Con un par de alitas en las botitas mariconas de los pies y un cetro en la mano izquierda. También con alitas y una serpiente. Cosa que nunca explico el diseñador oficial de ellos, Omar Al Johara Lacayo, amigo íntimo de los señores López y Hasbanni. El imperio de los acumuladores y las demás fábricas crecieron y crecieron. Pero también creció la envidia y la sedición. Los consuegros se separaron en medio de complicadas demandas de posesión y patentes. Así, se perdió el control. Y lo dejaron de lado. Y se perdió todo. Hasta el prototipo del acumulador. Al igual que se había perdido en el Imperio del Sol Naciente.
A la muerte de M. D’López, varios años más tarde, a causa de una caída en su isla en el embarcadero de piedra volcánica, que le dejo parapléjico, ya sin fuerzas, se quedo dormido como un pajarito. Él que era un hombre de gran tamaño y fortaleza, para entonces pesaba menos de sesenta libras, su esqueleto se transparentaba bajo su piel. Parecía el típico cuerpo de los judíos de Autchwitz, encontrados en los patios donde fueron enterrados en las fosas comunes del más famoso campo de concentración del Tercer Reich, que en su entrada se leía en letras góticas: “El trabajo os hará libres”. A los sucesores de las dos familias no les intereso el proyecto, ni las fabricas, ni las otras industrias de papelería, etc..., y poco a poco se fueron quedando en el olvido los sueños de las dos familias, así como la repercusión de tan importante fuente móvil de energía. A José tampoco le importo mucho aquello; y mientras esperaba a los nuevos inquilinos de la casa, por el momento abandonada y solo cuidada por él, prefirió irse, como siempre, a la covacha de Justo en el cementerio, donde contó toda esta historia. Una de esas noche, Gilberto Gámez tomo su salbeque. Se calzó sus sumerias sandalias; y como decía José, así como se mantenía visible, igualmente se volvía invisible a los ojos de los habitantes de la Casa de Los Leones. Se marchó en silencio por el portal de Piedra sin que nadie lo notara. Nunca más se supo de él. Solo su recuerdo volvía, cuando el olor a sándalo o pachulí, algunas tardes, recorría mágicamente los corredores y jardines de la casa. Gil Gámez no era otro más que el famoso personaje de la saga sumeria: Gilgamaesh, EL INMORTAL.
martes, 20 de septiembre de 2011
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